DE LA HUMILLACIÓN NO SE VUELVE...
NI CON EL YUYO VERDE DEL PERDÓN
Lic. Diana Braceras
Lo que resulta humillante para cada cual, puede ser muy singular. Pero ningún sujeto retorna de la humillación.
Con el correr de la vida es muy probable que cada uno sepa o intuya, qué situación lo destruye y de dónde ya no habrá perdón que alcance a rescatarlo de esa picadora de carne que, como en la memorable escena de The Wall, tritura al ser.
Tal vez lo esencial del ser de un sujeto humano...no sea gran cosa; pero sin esa astilla de dignidad que lo sostiene, el sujeto desaparece.
Lo que hace la humillación es transformar a un ser en un objeto indigno. Por eso la indignación es la reacción subjetiva frente a la amenaza o inminencia de caer en ese lugar despreciable, execrable, de pérdida de la dignidad personal.
Los argentinos somos muy concretos para identificar esa modalidad de cosificación indigna: nos sentimos "hechos mierda", una aproximación bastante real al estado de desecho irreparable.
Hay una sola forma de sobrevivir a la humillación: vivir en ella. Para esto la vocación de víctima ayuda, el sacrificio masoquista a ideales de amor incondicional y resistencia infinita hacen el resto. La posición masoquista, hace de la humillación una forma de estar en el mundo...estar "para la mierda".
La digna resistencia pasa por la indignación, por el odio y el rechazo a ser reducido a un objeto despreciable; pasa por la reacción o por el éxodo.
A veces, un otro rescata a uno de la humillación, convocando al sujeto huido:
- ¡Nosotros no comemos de la basura! ¡Nosotros no comemos basura!
Le repite indignado un joven ingeniero a un externo del Hospital Neuropsiquiátrico Borda. Ambos, están reparando los hornos de una panadería que el Estado, los funcionarios y mercaderes de la locura dejaron pudrir hace años y que tendría la capacidad de consolar el hambre del conurbano con sus 3000 kilos de pan por hora.
Él le presta al otro la indignación que tantos años de internación y Halopidol, adormecieron. Julio no volverá a comer de la basura porque él hace con sus compañeros el Pan del Borda, esa locura de solidaridad productiva que se regala en el Hospital a los internos, que saborean en La Colifata los artistas, o en la Plaza de Mayo las Madres y piqueteros; o se vende por centavos en los actos callejeros para ¡Que se vayan todos! Bush incluído, con su psicosis bélica que los poderosos alimentan, no medican ni encierran.
La guerra, dicho sea de paso, es la Madre de la Humillaciones. El odio y la indignación contra la guerra son absolutamente necesarios. Porque de las guerras, la gente no regresa, se hace mierda, por generaciones.
Hay también guerras personales, familiares, fraternales y amorosas guerras que apuntan los cañones de la humillación, generalmente sobre inocentes, indefensos, vulnerables seres que quedan atrapados en campos de batallas imprevistos, entre ataques misilísticos fantasmas. Siempre es tarde para la guerra de humillaciones cuando se sueña demasiado con la paz y el amor de los humanos... peor cosa no se podría ser, decía un poeta.
La dignidad de Ilse tenía su trono en la cabeza, lo que ella pensaba, lo que ella decidía, sus ideas, la información que manejaba a sus 86 años, la plantaban en la vida con la altivez inclaudicante del sobreviviente de familias devastadas en la Alemania hitleriana. Su cabeza, sus cabellos suavemente celestiales, que con prolijidad prusiana mantenía a raya con la estética femenina del rubor y los labiales nacarados. "Yo soy cabeza dura, pero no me equivoco"
Solíamos compartir la pasión por el chocolate: en verano helado de chocolate en el Vesubio; en invierno chocolate con churros en el Petit Colón. Menos visible y placentero, pero igualmente dulce, era nuestro común recuerdo entrañable por un muchacho ausente, su hijo, fallecido hace veintisiete años, nuestro amor.
Un domingo atrás, desgajando recuerdos de su juventud en Berlín, ella fue feliz al rescatar unas pinceladas de río, en primavera junto a un joven cuyo nombre se le escondió irreparablemente durante todo el camino de regreso a su casa, apoyada en su bastón, y en mi abrazo por la calle Libertad.
- "Yo remaba con ese amigo, nunca lo volví a ver, se lo llevaron a un "campo de trabajo". Había olvidado que sabía remar, no encuentro ni una vaga idea de su nombre. Pero ahora recuerdo que sabíamos remar..."
La humillación de Ilse comenzó por sus cabellos, higiénicamente lavados en la confortable clínica que cubría su carísimo sistema prepago. Había ido el día anterior a la internación no sin esfuerzo ya, a la peluquería que hace varias décadas disciplinaba su cabeza. En vano protestó por la innecesariedad de despeinarla, su cabeza limpia estaba preparada para el reencuentro con su nieto, meses de larga espera llegarían a su fin al otro día: el hijo de su hijo, con diploma de Letras bajo el brazo realizó el camino inverso del destierro, volvía ahora desde Europa a visitarla, acortando la nostalgia mutua, prometiendo un día volver a radicarse en la Argentina.
Suspender la hora de la manicura fue una preocupación extra, el malhumor al observar su esmalte envejecido, provocó comentarios jocosos en su entorno familiar:
- ¡Tu nieto no se va a fijar en tus uñas, no tiene ninguna importancia que te internes hoy antes de hacerte las manos! ¡Se te pone cada cosa en la cabeza!
Laboratorio, rayos, ecografías...sustituyeron la coquetería de la abuela y los preparativos del recibimiento del nieto, por una seguidilla interminable de recuentos e informes que suscitaban mucho menos interés que el número de vuelo, y la hora de llegada a Ezeiza de Pablo.
La cuenta regresiva para el encuentro llegaría a su fin justo al amanecer del próximo día. Ilse fue ingresada a quirófano al mediodía, sin mediar ninguna urgencia, con la precaria duda que ofrece unas escasas y fluctuantes líneas de temperatura después de una operación renal de mediana importancia, realizada hacía pocos días. La decisión de someterla a una nueva operación "exploratoria" no reparó ni en su negativa ni en su activa resistencia.
-"No necesito otra operación justo ahora!"
Dicen que pedía desesperada que alguien lo impidiera. Ya sin fuerzas, ofendida, entró en mutismo a la derrota anticipada de la anestesia. Y no volvió.
Horas después, el nieto besaba a su abuela en coma, entre los tubos del respirador contrariando una lengua obcecada y seca, el ceniza de su pelo desprolijamente aprisionado y limpio. Los médicos tuvieron que reconocer que no habían hallado "nada". Días después enterraron a una alemana cabeza dura, en La Tablada.
En el Petit Colón, cada domingo, unas sillas vacías junto a la ventana, espían la calle Libertad, desorientadas.
Desertar del lugar de la víctima es una posición ética, que a veces cuesta la cordura o... la vida. Tal es el caso de aquellas situaciones extremas donde huir, reaccionar, defenderse o evitar quedar instalado en posición de objeto indigno, resulta imposible y a la vez intolerable.
Los añosos pechos de la paciente, como dos lágrimas espesas suspendidas sobre la impudicia del torso expuesto a la vidriera irrespetuosa de una habitación compartida y en el horario de visitas. Retirado el aparato y su autómata, con el fácil trofeo de un electrocardiograma, quedó ese cuerpo horadado en la humillación del olvido. Ese cuerpo que había sido tan admirado, deseado, escabullido de las ansias amorosas de unos cuantos, que soñaron que el semáforo de esos ojos le dispararan el verde de la provocación. Pero su mirada me advirtió de la huida. Ya no estaba allí, en esa cama, la mujer entrada en años que desgranaba en las entrevistas las travesuras de comedia de enredos, que pusieron el calor y el color de la vida en esa viudez prematura, en esa maternidad laboriosa y sola.
Ella no volvió de la humillación, aunque el cotorreo familiar tapara la escena, como no lo pudo hacer la sábana con sus pechos blandos derramados en llanto. Durante esa noche, para sorpresa de los médicos de piso, ella dejó de respirar, sin complicación alguna, justo antes del alta de esa internación, que a solo efecto de completar los estudios, la retenía con grillos invisibles a la indignidad.
Los pronósticos, las proyecciones y argumentos, los riesgos evaluados por la ciencia, jamás incorporan el insidioso plomo de la humillación en la báscula de las decisiones médicas. Siempre se encontrará una justificación de lo inexplicable, del imperdonable arrasamiento del sujeto que vino a poner el cuerpo, no la dignidad en manos de otro. Y se la arrebatan. Todo pretende seguir funcionando como si nada hubiera sido lo suficientemente grave como para tenerse en cuenta, registrarlo, guiar conducta, reconocer responsabilidades.
Especialmente en el caso de enfermedades graves o de pacientes viejos, la "voluntad de Dios", justifica todas las "sorpresas". Los actos humillantes a los que son sometidos los enfermos pasan a engrosar los accidentes del azar de la anónima biología. Nunca se trata de que alguien no hizo lo que se debe hacer, o no tuvo en cuenta que un sujeto no es simplemente un cadáver a futuro.
Son las sutilezas del trato y del maltrato, de la indiferencia al oprobio.
Domingo, 16 de febrero de 2003.