Jean-Bertrand Pontalis : "EL AMOR A LOS COMIENZOS" (1986)

Las habitaciones cerradas que desprenden olores intensos y raros y el consultorio del analista donde se encuentra la palabra, perdiéndola. El cuaderno de tapas de hule negro adonde van a parar el amor y las llamadas telefónicas de una vieja dama.

El lugar de las vacaciones largas, sus juegos y ritos a los que la muerte viene a perturbar. El encuentro con Sartre en la clase de filosofía y con Lacan diez años después. La burocrática escuela H y el amado Liceo. Las ciudades extranjeras. Los oficios menores.

Los lugares y los acontecimientos son evocados desde el desorden de la memoria -¿cuándo pasó?- y la influencia del presente. También separaciones y comienzos que  trazan y retrazan el movimiento inacabado de las palabras, ellas mismas separación y, en ocasiones, comienzo.

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En 1989 lo traducen al inglés y le piden que escriba una presentación, que no existía en el original francés en el momento en que se lo tradujo al castellano.*

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POST-SCRIPTUM (1989)

Es sobre el mismo escritorio en el que hice este libro y en la misma isla, que escribo este post-escrito para mi editor inglés.

Llegó el tiempo de las vacaciones, palabra que para mí rimara siempre con infancia, tiempo que marca, por un lado, la repetición en lo que tiene de natural, de reasegurador, la confianza que da el retorno de las estaciones y en principio el del pleno verano,  por otro, la libertad de las horas, redescubrir los placeres inmediatos que hacen creer en la permanencia de nuestros deseos, en la simplicidad de su objeto, en la garantía de su satisfacción. Por poco me pongo a hablar de "las vacaciones" como aquel estudiante que terminaba el año escolar, cuando con el uso del tiempo con sus horarios precisos, obligatorios, llega un momento en que uno ama esta obligación casi tanto como teme el vacío, "la vacación" de los tiempos muertos dejaba de regular nuestros días, de recortarlos en tantas actividades definidas.

¡Qué reglada está la vida de un analista con sus sesiones sucesivas, semana tras semana! Qué inmovilizado está, confinado en su propio consultorio, que profundas son las marcas que tiene su sillón: quizás es un rasgo que me es propio pero a menudo me sorprende ver a mis colegas tan poco perturbados por este estado de cosas y por la contradicción que les es inherente: nosotros que damos por sentada la libertad de movimientos, no nos viene mal un poco más de juego y un poco menos de obligación interna, beneficiaria de nuestras curas, me parece que nos imponemos una condición semejante a la de los prisioneros encadenados "las cadenas de la transferencia", estamos encerrados en una especie de parálisis física, interrumpida solo por tímidos gestos: encender un cigarrillo, estirar las piernas, abrir la puerta pero para volver a cerrarla enseguida... estamos condenados a conocer -aunque no siempre- sólo una movilidad psíquica, aunque esté siempre al servicio de los pacientes. Diciendo esto no considero, como se acostumbra hoy en día, sobrevalorar el "sufrimiento" del analista, su soledad, el disconfort de su posición de objeto idealizado o persecutorio, su función de receptor de angustias de toda clase o depositario de proyecciones, la enfermedad adonde puede conducirlo, hasta perder de vista su propia identidad, la diversidad de roles que le son atribuidos. No, solo me pregunto ¿de qué cosa tenemos necesidad de tomarnos vacaciones, nosotros que somos los únicos que "estamos en análisis" toda nuestra vida?

De qué estamos "tan llenos" que queremos desprendernos y, a la inversa, ¿por qué nos apresuramos en volver, cuando termina el verano, a esta profesión imposible que también es nuestra pasión? ¿Será que, sin ella, nos veríamos reducidos a nosotros mismos, a un yo siempre el mismo?

Nuestras sesiones del día serían equivalentes a nuestros sueños nocturnos, esa fuente subterránea que nos pone en contacto con lo infantil y, más importante aún, que nos hace considerar hasta qué punto lo que llamamos la realidad no es más que una "muestra" de una infinidad de posibilidades. No soñar más es estar semimuerto, es hacer de la realidad la única ley.

La práctica del análisis es a la vez lo que me impide escribir y lo que me lo permite. Este libro es el resultado de una contradicción. A lo largo de meses de trabajo puedo, para una revista, en ocasión un coloquio, redactar un artículo; pronunciar una conferencia en relación más o menos directa con mi práctica pero me es necesario el intervalo de las vacaciones, es decir, otro tiempo, otro espacio -limitado pero abierto entre cielo y océano: estoy en la isla- para sentir la necesidad de una escritura más vaga que en el extremo sólo se tiene como objeto a sí misma: es lo que se llama literatura.

Pues el amor a los comienzos es, si queremos ir mas allá del énfasis de la fórmula, un libro de literatura. Me gustaría que fuera leído así y no como documento o  testimonio de un psicoanalista. En ningún momento de su redacción me pregunté si hablaba o no como psicoanalista; obedecí sólo a una exigencia, por otro lado no formulada, la de hacer oír mi voz, y esto, sí puedo decirlo, a mis propios oídos: mi voz, como si temiese, ¡después de tantos años consagrados a escuchar la voz de los otros, perder la mía! Los acontecimientos relatados, en ocasiones ínfimos, son secundarios, se inscribían sin un plan preestablecido, al movimiento de la pluma, es a este movimiento al que me atenía y el que me conducía, mucho más que mi memoria. Acontecimientos relatados dije, no, más bien evocados (en la evocación existe voz, llamado a algún dios desconocido y secreto) y, seguramente, cuando es la propia voz íntima la que se busca, son todas las voces extranjeras las que se encuentran... En nosotros, estas voces, son a la vez claras y mezcladas: la de una oscura institutriz puede permanecer tan grabada como la de un maestro ilustre como Sartre o Lacan; la de una mujer una vez amada, que me dejaba en ocasiones sin palabras a fuerza de ser inasible, cercana a la de una madre escuchada cada noche al otro lado del teléfono; la de un paciente cuyo discreto sufrimiento disimulaba la ironía de haberme tocado profundamente, resuena ahora como si estuviese todavía en sesión con él... Las múltiples voces no vienen todas de la infancia: creo que uno nunca, felizmente, termina de apropiárselas, nunca terminamos de devenir otro, pero ellas están, al menos en lo que a mí respecta, referidas a lugares. La memoria está menos subordinada al tiempo, ese enigma, que al espacio, que le da forma y consistencia: un aula de clases, una casa con su jardín, un hospital, habitaciones de las que uno conserva para siempre sus particulares olores. Nuestra memoria: cámara oscura, o más prosaico, un cuchitril donde se esconden, restos inútiles, donde brillan estallidos conmovedores: el desorden de un altillo sin edad.

Este libro nació de la sugerencia de un colega: estudiaste filosofía, fuiste alumno de Sartre, amigo de Merleau-Ponty, miembro del equipo de Tiempos Modernos, llegaste al psicoanálisis por Lacan... ¿Por qué no escribís tu biografía intelectual? De esta incitación inicial quedó poco en el producto final, tanto respecto al propósito autobiográfico como al intelectual. La intención inicial toma, inmediatamente otro rumbo. ¿Autobiografía? Seguramente, que este libro puede ser ubicado por los amantes de los "géneros" en ese rubro. Sus capítulos están escritos en primera persona excepto dos -que sin embargo, son los más íntimos- en los que el "yo" es sustituido por el "él". Es una autobiografía, por una parte, ignorante de la cronología, por la otra, muy parcial: zonas enteras de mi vida no son evocadas ni siquiera alusivamente. "Auto" seguramente, pero no "biografía": si uno quisiera, una "autografía", una grafía de sí que crea un yo por el escrito.

Y después, convencido por la experiencia del análisis y antes de ella por la lectura de los historiadores, que toda historia, por verídica que se pretenda es una reconstrucción a partir del presente, no me preocupe por ser "objetivo". Sé que no mentí, es decir, falsificación deliberada de hechos y fechas, pero hice mía la idea de que la memoria es fundamentalmente ficción, mi ficción de hoy. No se debería escribir una autobiografía sino diez, o cien, ya que, si uno sólo tiene una vida, disponemos de múltiples maneras de contar(nos)la. En esta ocasión elegí un eje, sin impedirme tomar algunos caminos que lo atraviesan, y este eje, al que definí en las primeras líneas, lo constituye mi relación con el lenguaje (puede ser que este libro sólo sea mi versión personal de Las Palabras de Sartre...) Tema que podríamos considerar "intelectual" si pensamos en todo lo que pudo escribirse sobre ese problema desde la filosofía, lingüística, ensayistas más recientes, y sobre todo en Francia, en el campo del psicoanálisis. Pero mi propósito no fue, en ese respeto las competencias, aportar una contribución a una teoría del lenguaje, de la lengua y de la palabra.

Anunciar ideas, exponerlas y defender una tesis es una cosa para la que no faltan profesionales que puedan correr ese riesgo. Pero a menudo permanecen mudos respecto a aquello que los condujo a eso, respecto a sus fuentes personales y a su recorrido singular, haciéndonos creer que las ideas se engendran a sí mismas y siguen un desarrollo autónomo. Cada análisis nos lo enseña, ésa es una visión capaz de asegurarnos respecto de lo bien fundadas que están nuestras concepciones pero, descuidándolo todo respecto de su génesis.

Nuestras teorías mas lógicas están construidas según el modelo de las teorías sexuales infantiles; salvo que, en ocasiones, son menos "geniales" (la palabra es de Freud).

Mi interés por el análisis, mi gusto por la escritura, incluso mi trabajo editorial antes de devenir las actividades que me ocupan, tuvieron su origen lejano en impresiones, pasiones, tormentos, aparentemente sin relación con mis actividades, las que son el resultado de un camino que ignora su destino. Este camino es rehecho apres-coup y a su manera por El amor a los comienzos y no quisiera ordenarlo demasiado; o más bien, lo realiza, ya que un libro es un comienzo, no una reedición. Quizás con el paso del tiempo, la pregunta primera ¿de dónde vienen los niños? dé paso a ¿de dónde vienen nuestros pensamientos?

Algunos lectores -psicoanalistas sobre todo- me manifestaron su sorpresa, quizás su decepción, ante el matiz relativamente "clásico" (entendiéndolo en el sentido de poco innovador) de este libro: forma narrativa, cuidado por la escritura, etc., lejos de lo que se estila para la palabra psicoanalítica. No me escucho culpable ni quiero justificarme sino, más allá del caso particular de mi libro, plantear una pregunta ¿podemos transponer al escrito la asociación libre hablada, las súbitas rememoraciones, los movimientos transferenciales, las repeticiones y la discontinuidad del discurso?

No lo creo.

Intentar reproducir, imitar lo que llamamos proceso primario es, bajo la excusa de veracidad, un ejercicio artificial como pudieron serlo los intentos de pintores y cineastas por expresar mediante imágenes plásticas o fílmicas nuestros sueños nocturnos.

Giorgine, a mis ojos, es más onírico que Dalí... La expresión directa del inconsciente es un engaño, la figuración inmediata de un sueño es imposible. Si lo fuese, todos seríamos pintores, todos seríamos poetas. Y, no olvidemos, en este tiempo en el que se estimula la creatividad de cada uno: ¡la poesía es una ciencia exacta, la literatura un estilo y la pintura un oficio!

Como editor tuve la oportunidad de leer numerosos manuscritos de analizantes deseosos de permanecer lo más cerca posible de las palabras dichas y oídas como de las emociones experimentadas en las sesiones. Por conmovedora que pudiera ser su sinceridad, para el lector, era un fiasco: ni el sentido ni el afecto eran transmitidos.

La razón es simple. Asociando, hasta hacer un todo, el sueño al duelo con la palabra "trabajo" en una formulación paradojal incluso aunque haya devenido banal por el desgaste al que la sometemos. Freud manifestaba que actividades de apariencia tan simple, tan evidente, como soñar, sufrir y luego superar una pérdida, no eran un asunto menor. Sucede lo mismo con quien intenta escribir. Trabajo, aquí como allá, no significa necesariamente esfuerzo y pena, sudor y lágrimas, significa transformación. El sueño transforma sensaciones presentes, restos diurnos, rostros y recuerdos, personas y lugares; es una usina. El duelo transforma el objeto perdido, lo incorpora, lo idealiza, lo fragmenta y lo recompone y le lleva tiempo hacerlo. La analogía con la escritura no reside sólo en el trabajo: escribir también es soñar, también es estar de duelo, soñarse (y soñar al mundo, para los más grandes), es estar animado por un deseo loco de posesión de las cosas por el lenguaje y de hacer a cada página, a veces a cada palabra, la prueba de que... ¡nunca es así! De ahí la febrilidad y la melancolía que acompañan siempre, en alternancia, al acto de escribir.

La experiencia analítica no ignora esta alternancia y podrían multiplicarse los puntos de convergencia. Pero siempre existirá una fundamental diferencia: la palabra que autoriza el diván nunca producirá obra, sólo es eficaz a condición de aceptar su deriva, mientras que todo escritor, incluso un escritor amateur como yo, sabe que es necesario estar constantemente atento a la elección de las palabras justas, a su sonoridad, al movimiento de la frase, al ritmo, a la forma que poco a poco toma su libro. Sólo a este precio tiene alguna chance de transmitir a su desconocido lector algo en lo que éste, a su vez, pueda reconocerse.

Escribir, no es en primera instancia expresar o comunicar, ni incluso, decir; mucho menos, como lo dicen estridentemente los críticos demasiado sabios de hoy "producir un texto", escribir es un intento de dar forma a lo informe, algún sostén a lo que cambia, una vida -pero frágil, lo sabemos- a lo inanimado. Lo que tanto el autor como el lector esperan obtener no es, como sucede con el escrito científico, una verdad probada ni siquiera un fragmento único de verdad, sino la ilusión de un comienzo sin fin. Mientras haya libros, nadie, nunca, tendrá la última palabra.

Belle-Ile, 23 de julio de 1989

Jean-Bertrand Pontalis. Escritor, Psiconalista, Profesor de Filosofía. Traductor de Sigmund Freud y de Donald Winnicott al francés. Editor de "Connaissance de l’inconscient" y de "Tracés". Coautor del Diccionario de Psicoanálisis. Algunas de sus obras han sido traducidas al español: Entre el sueño y el dolor, Después de Freud y El amor a los comienzos.

Creador y director de la Novelle Revue de Psychanalyse.

Post-Scriptum y L?amour des commencements. Paris, Gallimard, 1994

* Traducción: Jorge Rodríguez, 8 de diciembre del 2000.

Versión castellana : El amor a los comienzos. Barcelona, Gedisa, 1988

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Comentario:

El año que termina en los próximos días, ha sido el del comienzo de este nuevo trabajo que creamos como equipo y sostenemos con nuestros nombres propios firmando cada texto.

Acompañamos con un bello escrito de un maestro del Psicoanálisis, estas últimas páginas del 2000: El amor a los comienzos.

Estos párrafos escogidos y traducidos por alguien que fue y continúa siendo maestro de muchos psicoanalistas argentinos, nos acerca reflexiones y preguntas que anticipan las vacaciones, y también iluminan esos increíbles pequeños milagros que se sufren, se lloran y se disfrutan inadvertidamente en el hecho cotidiano de transcurrir la vida, de comenzar cada día.

Hemos apostado a la escritura, a la palabra escrita, en un momento y en un medio en el que la palabra aparece hurtada, camuflada de intrascendente o superflua, desgastada, devaluada. Comenzamos a escribir desde la clínica, desde el amor a nuestro trabajo cotidiano con cada paciente, con nuestros alumnos. Llegamos al final de este primer año con el mismo amor de los comienzos y sin ninguna intención de encontrar la última palabra.

 

Diana L. Braceras, 26 de diciembre de 2000.